UN BARQUITO DE PAPEL
Eran las cuatro de la tarde de un 2 de abril. La campana de la escuela rural sonó tres veces. Anunció el final de las clases. «Ricardito», como le decía su madre, guardó los útiles. Cargó con sus cositas y saludó a la maestra. Corrió hasta la tranquera de entrada del establecimiento educativo, ubicado en una estancia de Drable, perdido en medio de la inmensa pampa, y esperó a sus padres mientras abría un caramelo «Media hora» que le quedaba en uno de los bolsillos de una bombacha de campo.
Celemin y Angelita llegaron en un sulky de color blanco y de grandes ruedas. Llenos de tierra del camino seco y polvoriento. El vehículo era un carruaje tirado por un viejo alazán. Tenía lugar para tres personas sentadas, un clásico medio de transporte utilizado en las zonas rurales de nuestro país.
«Ricardito» bajó de la tranquera. Subió al carro apichonándose en el medio de la delgada butaca de piel de oveja. Celemin aflojó las riendas del caballo y con un pequeño grito impuso la lenta marcha con destino a su casa, un puesto en la estancia «San Gilberto», lindera entre los pueblos de Ameghino y General Villegas, en el noroeste de la provincia de Buenos Aires.
Ni bien llegaron, «Ricardito» entró al rancho de techo de paja, asentado en barro y rodeado de altos árboles, sin decir una palabra. Celemin y Angelita bajaron la mercadería que compraron para todo el mes en un almacén de Ameghino con la ayuda de sus hijos, en total eran nueve.
-¡Hace dos días que llega y se encierra en su pieza!- Dijo Angelita mientras luchaba con las bolsas llenas de fideos secos, salsas de tomates, galletitas y otros alimentos.
Los perros corrían alrededor del amplio terreno que rodeaba al rancho al compás del sonido de los teros y las calandrias.
-Seguro que volvió a pelear con el Facundo- Respondió Celemin, tratando de bajar la ansiedad de la mujer.
Ricardo se sentó en la cama de su pieza. Sacó una cartulina celeste y otra blanca de la bolsita de la escuela. Fue hasta el ropero. Tomó la tijera que le quitó sin permiso a su mamá la noche anterior. Con dos reglas midió el largo y ancho del papel varias veces.
-¡»Ricardito» vení a tomar el mate cocido que se enfría!- Ordenó Angelita al niño algo inquieta desde la cocina.
-Ya va a venir mujer- Trató de calmarla nuevamente Celemin, mientras se preparaba para salir a recorrer el puesto de la estancia a caballo.
Los hermanos de Ricardo estaban sentados en el comedor tomando el rico mate cocido con galleta que les preparó su madre. Sólo faltaba «Ricardito». El intrigante niño seguía encerrado en la pieza en el más absoluto silencio y misterio, situación que se repitió en los últimos cinco días.
-Mami nos vamos a jugar al patio del chalet de la patrona- Dijo Delia una de las hermanas mayores de «Ricardito» con un pedazo de galleta en la mano.
-¡Vayan, pero regresen antes de que oscurezca!- Les ordenó Angelita con un delantal que colgaba desde su cintura.
Al final después de tanto misterio, la puerta del cuarto del niño se abrió. Ricardo salió con una bolsa grande entre sus manos. La sostenía con mucho cuidado. Cruzó el comedor ante la atenta mirada de su madre sin mover siquiera una pestaña.
-¡Al fin saliste hijo! Tomá el mate y anda a jugar con tus hermanos- Dijo la mujer.
-No mami, gracias. Tomé la leche en la escuela y no tengo hambre-. Le respondió el niño suavemente con la bolsa misteriosa entre sus manos.
Angelita lo dejó ir; pero siguió preocupada. Aquella misteriosa bolsa acrecentó su incertidumbre.
Ricardo salió al patio, sin que sus hermanos lo vieran, fue al tanque de agua que estaba atrás de la casa. El piletón de chapa era redondo, grande y profundo. Las vacas tomaban agua todos los días al atardecer en ese lugar.
El niño corrió unos metros. Al llegar al espejo de agua, sacó un barquito de papel con mucho cuidado de la bolsa.
A decir verdad, era más que un simple barquito. Era un buque de guerra en miniatura. Estaba perfecto. No faltaba detalle. Era del color de la bandera, celeste y blanco. Tenía una larga chimenea de cartón y medía unos varios centímetros de largo.
Ricardo no aguantó más. Puso el barquito sobre el agua verdosa, cubierta de hojas y pasó horas apreciando como navegaba su flamante buque de un lado al otro del gigantesco tanque de agua. Así estuvo durante largas horas, con la sonrisa dibujada en su carita. Hasta que el molino empezó a girar. El agua del caño que llenaba el recinto salió con tanta fuerza que hundió al barquito de papel en lo más profundo del tanque.
-¡Chicos vengan a bañarse que llegó su padre!- avisó Angelita a sus hijos con un grito desde la puerta de la casa.
Los niños se bañaron y se sentaron en la larga mesa del comedor de piso de piedra a la espera de la cena con total religiosidad. Celemin y Angelita se ubicaron en la punta de la mesa como de costumbre. «Ricardito» estaba en uno de los lados y no podía disimular su tristeza.
-¿Hijo que pasa que no probas un bocado?- Preguntó con voz gruesa el jefe de la casa dirigiendo su mirada hacia Ricardo.
El niño no levantó la cabeza del plato. Miró a su padre con cara larga y sin maquillar su angustia soltó una lágrima para sorpresa de todos.
-Qué pasa hijo- Insistió el hombre más preocupado
-¡Se me hundió el barco!- Respondió segundos más tarde con un nudo en la garganta.
Angelita y el resto de los niños siguieron la charla de padre e hijo con mucha atención y sorprendidos.
-¿Puedo saber que barco se te hundió? Repreguntó con ternura el hombre de pañuelo al cuello.
-¡Papá más que barco era un buque de guerra, pero cuando el molino empezó a tirar agua al tanque se perdió en la profundidad y no lo pude recuperar más! Respondió el niño mientras se aprestaba a comer el puchero que había preparado su madre.
¿Y cómo se llamaba ese buque hijo mío? Consultó intrigado el hombre por la historia de su pequeño hijo.
«Ricardito» abandonó la tristeza que lo embargó. Se paró y fue al lado de sus padres. Los abrazó a los dos. Miró fijo a sus hermanos. Tomó aire e infló el pecho. Cerró los ojos y miró hacia el cielo.
– El buque se llamaba Manuel Belgrano- dijo con vos potente.
-¿Y vos «Ricardito» quien eras? Repreguntó el padre entusiasmado por saber cómo seguía la historia
-¡Yo era el soldado Pineda! soltó el niño con el último aliento.